Julio Fernandez no puede dormir. Está traumatizado. Siente que ha traicionado valores que profesa y de los cuales no ha sido ajeno toda su vida, lo peor: siente que se ha fallado así mismo.
Y es que Julio siempre ha sido respetuoso de las normas, de los estándares, se ha guiado siempre por lo que él considera correcto, por cosas que él considera no hacen daño a los demás. Sin embargo, Julio ha faltado a una norma de tránsito: mientras conducía a prisa, decidió adentrarse por una vía en sentido contrario, cometiendo una falta. Nadie advirtió esta maniobra temeraria e igual el sentimiento de culpa invadió a Julio a penas terminó la calle y dobló hacia la derecha. Al fin y al cabo, las personas que andaban por la acera ignoraban la falta, como si fueran cómplices; partícipes de ella.
No puede ser, pensó. ¿Será que me convertí en uno más del montón?
Analiza. Se da cuenta que es un completo fraude. Él dice ser de derecha, pero es bien de izquierda. Él cree ser de mente abierta, pero es conservador. ¿A quién le estoy mintiendo? ¿Qué quiero demostrar?, se pregunta.
Escribe una carta para un destinatario anónimo, solo quiere desahogarse. Ha sido un choque fuerte, un golpe que lo ha segado. Taciturno, desliza el lapicero sobre su cuaderno tratando que la culpa se escabulla por la punta y no regrese quedándose así en las hojas de tono amarillo para siempre.
Se muerde las uñas cada cierta cantidad de palabras, la ansiedad no lo deja escribir con fluidez. Tiene la ligera esperanza que al terminar la misiva, el trauma se irá. No le gusta la sensación, es delirante e incómoda. Prefiere desahogar su pena en el cuaderno y no contárselo a un amigo, está avergonzado.
“A veces tengo ganas de aislarme. De no estar. Yo soy un asesino. He matado afectos, cuervos, creencias y virtudes. Soy un completo fracaso. No creo en nadie, tampoco en mi, y ahora me siento inhóspito.”, terminó.