A mi edad, considero que he pasado por situaciones muy particulares. Algunas por elección propia, otras en contra de mi voluntad. En ocasiones, llegas a sentir que luego de avanzar tres pasos, retrocedes dos porque es voluntad del destino.
Son cincuenta y cuatro años que llevo viviendo en esta ciudad y no mucha gente conoce esta historia. A su corta edad, tu madre ya sabía de esta pequeña afición que yo compartía con tu tía Nora. Yo, en ese entonces, era una joven emocionada por la vida, curiosa por la historia de la familia, con amistades que no eran normales.
Nora y yo solíamos jugar los miércoles por la noche, alrededor de las once cuando papá ya dormía. Era un juego de mesa bastante conocido, hoy mal visto, en el que a través de un tablero que tenía letras y números, podíamos mantener conversación con personas que ya no se encontraban aquí, con nosotros.
—¿Ese juego no es La Ou…? —murmuró Fernando a la abuela Luzmila. Estaba sorprendido, no esperaba escuchar ese relato.
—Sí, pero no te dejes intimidar por el nombre —. Luzmila hizo un gesto con la mano indicando comodidad y seguridad. Entonces prosiguió:
Una noche, conocimos a una mujer. Ella era amable, de palabras cortas, a pesar de no poder verla, se sentía su tristeza, como si hubo algo que ella deseara concretar.
Se llamaba Rosa. O se llama… en realidad no sé qué palabra usar, dijo Luzmila entre risas. Puede parecer extraño, pero recibíamos consejos de ella. Se volvió casi como una amiga.
Dentro de las pocas conversaciones que tuvimos, la penúltima fue la más particular. Rosa nos contó dónde estaba enterrada.
Un “¿Qué?” largo y exclamativo salió de la boca de Fernando. La abuela Luzmila no se interrumpió.
Cuartel Santa Camarena, nicho 233, Cementerio El Ángel. Lo recuerdo muy bien. Era un cementerio que se había construido apenas quince o veinte años antes. Tu tía Nora y yo no sabíamos si realmente cada sesión había sido un juego entre nosotras mismas. Imagínate, llegar al punto en que tienes un dato que puedes comprobar por ti misma te deja helada, hijo.
Las dos hermanas tenían inquietud por ir a la dirección donde descansaba el cadáver de Rosa. Rosa estaba en El Ángel. Acordaron ir el domingo por la mañana, al fin y al cabo, no estaba tan lejos, Luzmila y Rosa vivían en una vieja calle de los Barrios Altos de Lima.
Llegó el día. Se levantaron muy temprano, se cambiaron y desayunaron. Luego de unos minutos de reposo, emprendieron la caminata a El Ángel. Llegaron al lugar, cruzaron la gran reja color negro que parecía haberse entrometido en el camino de una pared alta, gris y adornada de unas figuras humanoides bronce oscuro que mantenían la mirada fija hacia la entrada para verificar a quien se atreviera cruzarla.
Fernando abría los ojos de asombro.
—Cuartel San Bartolo, San Artidoro, Eleazar, Esperanza… ¡aquí es! —exclamó Nora mientras señalaba aquel alto pabellón de concreto claro, donde reposaban cientos de almas ubicadas ordenadamente en filas una encima de otra. Señaló la inscripción incrustada en la parte superior—. Este es el cuartel Santa Camarena.
—Empieza en el 190, el de Rosa debe estar al fondo —dijo Luzmila al mismo tiempo que empezó a caminar de prisa.
—¿No tenías miedo? —confundido, Ferndando se dirige a la abuela Luzmila.
—Un poco, hijito, pero ya sabes, más miedo hay que tenerle a los vivos que a los muertos.
Caminaron por unos minutos mientras sus ojos buscaban el número 233, en los nichos de arriba, del medio y de abajo. Entonces encontraron el nicho de Rosa. Luzmila volteó a mirar a Nora y ella inmediatamente respondió a la mirada. Ambas estaban sintiendo lo mismo. El color de sus caras era pálido. Estaban frente al nicho 233.
Rosa Guevara Solich, 30 de agosto de 1959.
No pasaron diez segundos en que se quedaron congeladas del miedo y empezaron a correr. Primero Nora, luego Luzmila.
—Abuelita, supongo que ya cuando viste el nicho, te morías de miedo.
—Sí —Luzmila suelta algunas carcajadas sutíles—. Y tu tía Nora parecía un mimpao, estaba toda pálida.
—No es para menos…
—En fin, esa fue la única vez que la visitamos. Volvimos a conversar con ella una vez más, pero nos despedimos. Es decir, le dijimos que no sabíamos si volveríamos a jugar porque íbamos a tener mucho trabajo, al parecer nos creyó. Nunca nos molestó después
—¿Y sabes si sigue enterrada ahí? —preguntó Fernando intentando al mismo tiempo, no mostrar interés
—No lo sé, hijo, supongo que sí, pero no se te ocurra ir. Ahora es un poco peligrosa la zona…
La duda empezó a nacer en Fernando. En un movimiento súbito de sus planes de la semana, agendó visitar El Ángel, y ver con sus propios ojos el nicho 233.