Estaba en Suiza. Me quedaba por una semana y de suerte, tengo familia que vive cerca a Zurich, específicamente en Mettmenstetten.

Mettmenstetten es una villa que se encuentra a unos 30 minutos en auto o tren del centro de Zurich, de hecho, pertenece al cantón de este (Suiza divide sus regiones en cantones). Decir que es hermoso es poco. Mettmenstetten (y disculpas adelantadas por hacerte leer este nombre varias veces) es, literalmente, de esos paisajes turísticos que ves en Internet.

Vista desde los campos en Mettmenstetten

Los campos, callecitas y casas de Mettmenstetten son increíblemente fotografiables, las montañas de fondo, el cielo y el sol que pareciera no querer aturdir sino alegrar. Si quieres tener paz, es un lugar perfecto.

Sin embargo, para el estilo de vida juvenil no es quizá el mejor sitio para estar. No es una ciudad. Al menos en mi visita, no pude advertir ningún lugar que se acercara a ser un restaurante, bar, o disco.

Es entonces cuando mi primo, A, me propone ir al centro de Zurich, se celebraba el Oktoberfest en Europa. ¿Cómo negarme? Caminamos hacia la estación de tren que se encontraba muy cerca y nos acercamos a la máquina expendedora de billetes.

—De preferencia, compra un ticket de ida y vuelta, así no estás preocupándote por comprar otro al regreso —dijo A mientras señalaba la opción a escoger en la máquina—. Creo que cuesta 19 Francos.
—Vale, ¿puedo pagar con tarjeta de crédito? Ah sí, qué bien —exclamé sorprendido, eso no hay Perú. Al mismo tiempo trataba de hacer cálculos en mi cabeza de cuánto valían 19 Francos en Soles Peruanos.

Pensé: mierda. Esto es muy caro. Diecinueve Francos Suizos equivalían a casi ochenta Nuevos Soles, y este era el precio de un pasaje de ida y vuelta en tren, una ruta que alguien podía hacer todos los días si tenía que ir a trabajar. De todas formas, era un gasto que quería permitirme, no veía a mi primo A hace muchísimos años y conocer la vida nocturna de Zurich me parecía una aventura interesante.

Vamos a Langstrasse, te va a gustar, afirmaba mi primo A. Vamos, es la calle en la que están la mayoría de bares, ¿cierto?, contestaba yo esperando un gesto de confirmación. Así es.

En efecto, Langstrasse era un tanto diferente de noche. De hecho, las calles al rededor también. Luego de unas cervezas de orígen griego y alemán, pasamos por un bar que tenía una publicidad “Pisco aquí”. No sabía que vendían Pisco por aquí también, dije señalando el cartel. Sí, aunque en realidad no es algo común, la gente toma más Tequila antes que Pisco, dijo A. ¿Unos shots?, pregunté como desafiando la resistencia alcohólica de A.

Entramos y pedimos Pisco. No recuerdo la marca, pero cómo no olvidarme del precio. Cada shot costaba 10 Francos. Automáticamente mi cerebro hacía la innecesaria conversión a Soles. Cuarenta soles cada shot, pero realmente no importaba, aquellas conversiones eran automáticas pero no un factor de decisión si continuar o no la hazaña de beber en el extranjero.

Uno de los tantos shots de Pisco

Hicimos un tour por diferentes bares, parques y calles. Llegó el momento del hambre. Fuimos a una tienda parecida a lo que en Perú se le conoce como Listo!, esas tiendas por conveniencia que ofrecen un espacio para sentarte y comer algún sandwich.

Me situé en la cola para comprar. Adelante, a los costados, al rededor mío habían varias personas que parecían tener mi edad y cuya situación era la misma: varios tragos después. ¿Esto es como ir al McDonalds del Óvalo de Miraflores a las tres de la mañana un sábado?, me pregunté entre risas.

Esperé a que me llamen por mi nombre y recibí mi sandwich, que siendo honesto, no recuerdo a qué sabía, ni qué ingredientes tenía. Es más, no recuerdo si realmente era un sandwich, un wrap o algo similar.

—Hey, man, this is yours —un chico se me acerca extendiendo su brazo, tenía un iPhone en la mano.

Yo no entendía. Fueron segundos que mi cerebro tardó en procesar la escena. ¿Un desconocido me estaba entregando un iPhone? Sí, efectivamente. Reacción automática de todo latinoamericano: palpar los bolsillos del pantalón y comprobar que el celular sigue ahí. No, mi celular no estaba en mi bolsillo.

El celular que aquel desconocido estaba entregandome era el mío. Lo había dejado en el mostrador de la tienda.

Ay, Suiza, gracias.