El invierno ha sido derrotado y la primavera no era primavera, era verano. El verano es experto en tejer historias, en cautivar con el calor y luz del sol, en mover los tiempos de forma que lo sucedido ayer, en realidad fue antes de ayer, y lo que ocurrió hace un mes simplemente no fue.
El invierno piensa que es gélido y crudo, piensa haber nacido bajo la égida de la melancolía, destinado a ungir su retrato en el escenario de la vida. El invierno busca su origen en tiempo anteriores, huye de lo que prefiere quede envuelto con un velo en el eco del pasado. Como una nota desafinada, el invierno no sabe si ha llegado a la cúspide o apenas es el inicio de una gran y pésima obra teatral.
El verano piensa que es tan fuerte como el sol de playa, tan honesto consigo mismo como un religioso al confesarse y tan coherente como una partitura musical escrita por Vivaldi. El verano cree que el invierno está tan detrás de sí, que intenta pensar montar una gran puesta en escena donde sea la edad de hielo la que mate a todo ser jurásico, y no una lluvia de meteoritos que caen cada cierto tiempo dispuestos a matar. Porque los meteoritos están ahí para destruir, se asoman cada cierto tiempo a la tierra, como en la playa una marea indeseada que retorna con irregularidad y trae consigo la incomodidad que deja a su paso. Al día de hoy, siguen cayendo.
El invierno y el verano se encuentran en un mismo año, a una estación de distancia temporal.