Al llegar, sentí mi casa lejana y vacía. Como si de una casa extraña se tratase, como si hubiese perdido la memoria. Miré mi refrigerador con deseo pensando en que al abrir la puerta encontrara algo que me consolara.
Eran cinco de la tarde del jueves, acababa de hacer un trámite en la Municipalidad luego de haber estado ocupando mi tiempo en tareas de un lado a otro. Este trámite muy importante, es el que definiría la existencia de un proyecto de inversión que había planificado por meses.
El trámite para obtener la Licencia Municipal que había solicitado para mi cafetería de especialidad había sido aprobada. Previamente, yo había acudido a la Municipalidad al menos unas cinco veces a fin de poder conseguir información sobre los requerimientos y procesos necesarios para poder empezar a operar.
Uno de los tantos datos que se me fue informado, es que podía solicitar la Licencia adicionando el uso del retiro municipal, que no es sino el pequeño jardín del que dispone el local comercial. Si bien no tenía pensado colocarle mesas y sillas al corto plazo, quería asegurar el permiso de utilizarlo en unas cuantas semanas, cuando tenga la liquidez para comprar el mobiliario.
Luego de realizado el pago por el trámite y regresar al cubículo de atención de Mario, el encargado del proceso del lado de la Municipalidad, entregué el comprobante a la espera de la confirmación del acto.
Mario escribió por unos segundos en su computadora, se levantó con apuro dirigiéndose a otra zona del módulo de atención. Estuvo ahí otro momento corto, y regresó.
—Listo. El trámite ya se aprobó. Mañana irán inspectores a revisar la implementación del retiro —dijo Mario con énfasis.
No puede ser, no tengo nada para el retiro, pensé.
—¿Mañana? ¿Cómo que inspeccionar la implementación del retiro?
—Sí, mañana pasarán por su local y verificarán las mesas y sillas en el retiro municipal.
—Pero no tengo ni sillas ni mesas para el retiro —afirmé mientras pasaba mi mano sobre mi frente recorriendo mi cabeza.
—No vaya a ser que le nieguen la licencia…
Claramente, no tenía nada implementado. Pensé: uno no puede ser tan desdichado, ¿de verdad tengo tanta mala suerte para que me entere de esta inspección luego de pagar por el trámite de la licencia?
Desde afuera, el local lucía frío, carente de vida, pues las máquinas, menajes y clientes no existían hasta el momento. En mi afán de querer evitar alguna sospecha que podría terminar en una inspección con resultados negativos, fui a comprar papelotes y cinta a una tienda de productos para oficina.
Tapé las grandes mamparas de la entrada con los papelotes blancos, no quería que los inspectores, que una fama simpática no tienen, hicieran alguna pregunta.
Me quedé ejecutando esta actividad hasta las ocho de la noche. Había casi dejado del lado el compromiso que tenía a las cuatro de la tarde: el cumpleaños de mi amigo Kevin.
Aseguré la puerta del local y tomé rumbo hacia la casa de Kevin. La pequeña y familiar reunión tenía lugar en la avenida Las Palmeras, en La Molina.
Estuve ahí y luego de unas cuantas horas con cerveza, torta, pollo y anécdotas, un bostezo me sugirió mirar mi reloj: eran casi las doce de la media noche. Escribí a mi hermano para contarle la peripecia de la Municipalidad y que necesitaba tener sillas en el local para el día siguiente, la mejor idea que se me ocurrió fue llevar al local las sillas del comedor de la casa dónde viví hasta los 25 años.
Tomé el taxi y llegué después de la media noche. Estaba un poco cansado.
—Mejor será que vayas mañana temprano, a esta hora te pueden hacer problemas: estar metiendo y sacando cosas de un local en plena madrugada… no sé, no creo que sea buena idea —advirtió mi padre luego de que le explicara mi idea.
Accedí. De todos modos, ya no tenía tantas energías, era casi una y media de la mañana y necesitaba dormir. Menudo lío en el que me había metido.
A la mañana siguiente, mi alarma me despertó con agresividad. Me levanté y del apuro, salimos hacia el local que estaba a unos 20 minutos en auto, llevamos las sillas en los asientos traseros. Por la premura, no me bañé y la sensación de tener el cabello sucio y quizá, empezar a oler a pacuso me empezó a desesperar.
Estuve todo el día en el local, sentado, casi librándome de las tentaciones de salir a caminar para tomar aire o de ir por un café, quería asegurarme de estar en caso lleguen los inspectores. Luego de las tres de la tarde, mi estómago no aguantaba más y con ruidos calamitosos, me obligó a ir por comida.
Me ausenté apenas una hora, regresé a la cafetería y me senté a esperar desde el mezzanine a ver si pasaban los personajes vestidos con chaleco. Nunca los vi pasar. Siendo las seis de la tarde, y derrotado, partí hacia mi casa cargando la frustración de haber hecho un gran esfuerzo por nada. Qué ratas estos patas, pensé. No puede ser que me digan una cosa, y yo todo mentecato pase por poco dos días fuera de mi casa haciendo los preparativos para su llegada e hilarante inspección, gruñí.
Abrí la puerta de mi departamento ubicado en un noble barrio bohemio, y al mismo tiempo moderno, de Lima, y sentí mi casa lejana y vacía, al parecer los dos días habían sido en realidad 2 años. Una cerveza helada me susurraba detrás de la puerta del refrigerador. Como decía Wilde: “la mejor forma de evitar caer en la tentación es ceder a ella”, abrí la puerta y tomé la botella como si de un trofeo se tratase, con orgullo, con esmero, como si acabase de haber ganado la Copa Mundial de los majaderos.
Al día siguiente, llegué a la cafetería a las 9 de la mañana. Abrí la puerta y dos papeles me esperaban en el suelo, angurrientos por que leyera el contenido.
“La presente es para informarle que la Licencia de Funcionamiento ha sido otorgada, con excepción del retiro municipal”.
Reí y suspiré:
—Bueno, ahora tengo que regresar las sillas a su lugar original.