Desde niño me han gustado las manualidades. Mi madre Angélica me llevaba a clases de escultura básica a los 11 años, a unas calles de mi casa. Se volvió con el tiempo, uno de mis pasatiempos favoritos. Verán, no es que había mucho que hacer en Madrid siendo mil ochocientos noventa y cinco. Mi padre murió en el acontecimiento del tornado del ochenta y seis y desde entonces, es mi madre quien vela por mí.

Claro, entre mis amigos del cole, lo normal era tener caballitos de madera o cajitas musicales en casa. Pero yo era diferente. Mi mamá, Angélica, se esforzaba un montón para que yo pudiera estudiar y ser un escultor de primera.

Crecí y comencé a crear pequeñas obras por unas cuantas pesetas de plata. No me hicieron rico, pero me permitieron vivir una vida modesta y tranquila mientras cuidaba a mi madre, que ya estaba cansada y mayor. A pesar de tener más de 20 años, ella aún se preocupaba por mí. De vez en cuando, íbamos al parque a recordar historias de mi infancia. A ella le gustaba recordarme lo aplicado que era en la escuela, siempre atento y con buenas notas. Sin embargo, yo prefería tocar el tema de mi padre. Quería recordar quién era, cómo era, cómo se veía y qué hacía.

Una tarde, tuve el placer de conocer al señor Benlliure, un reconocido y talentoso artista de Madrid. Sus obras maestras habían embellecido la ciudad, y al verlo, supe que sería una gran oportunidad para aprender de él y, quién sabe, tal vez incluso trabajar juntos en algún proyecto.

Y cuéntame, ¿cómo es que empezaste en esta hermosa profesión? me preguntó, pues, gracias a mi madre, ella me llevaba a clases de pequeño con un escultor cerca a donde vivía, ¿entonces llevas varios años esculpiendo?, hacía la pregunta abriendo sus dos grandes ojos mientras se frotaba su largo bigote respingado; sí, así es señor.

Empezar a trabajar con Mariano Benlliure era un salto que no pensé lograr alguna vez. Ver la cara de mi madre Angélica al contarle la noticia es un recuerdo que guardo en mi memoria, sus ojos rasgados pobremente maquillado, u cabello ya gris y desaliñado, pero en ese momento brillaban como cuando se refleja la luz del sol sobre una joya y su sonrisa estruendosa completamente natural.

Entonces era momento de presentar una gran obra para el Estado Peruano, se había negociado para hacer la entrega en el año 1921, al conmemorarse 100 años de la declaración de su independencia.

Yo había participado en la elaboración de las esculturas que iban a situarse debajo de la principal. La representación de símbolos es importante en el arte. Una artista expresa sentimientos, ideales, pensamientos a través de sus obras. Una nación independiente buscará identificarse con estos a través de sus monumentos, que representarán su cultura, su historia y su arte.

La madre patria, sosteniendo sobre sí misma ramas del árbol de la quina, un yelmo que sostiene dos cornucopias y una llama que simboliza la riqueza animal de ese hermoso país que tendría el privilegio de conocer unos meses más tarde.

Todo estaba artísticamente entrelazado, una muestra impresionante de grandeza con la figura del general San Martín a caballo, soldados de bronce rodeándolo y una representación del primer escudo tras alcanzar la independencia.

Hoy, muchos años después, me entero de un mito que envuelve mi trabajo y el de señor Benlliure. Falsedades que reflejan falta de perfeccionismo, apresuramiento y falta de planificación. Estos rumores dañan nuestra reputación. Se dice que la solicitud original era una “llama votiva”, no el animal que representa.

Que seguro los encargados de la obra de arte estaban retrasados, no planificaron bien. Solo quedaba entregar la obra y no había tiempo para correcciones.

Falso.

Y es que quienes desconocen el cómo leer una obra de arte, parlarán sin fin todo lo que de cuando en cuando se diga, no importará que la dignidad del artista se apague, pues carecen de sensibilidad.

Solo hacía falta revisar su escudo original, sí, ese de 1821, pero no, es más sencillo el mito, la leyenda, la burla, el escarnio, la befa.

Estoy aquí, pues, ya con la avanzada edad de 89 años, esperando que aquella leyenda urbana sea alguna vez redimida de mi reputación y la de mi maestro Benlliure, a quien le debo eterna gratitud.