Cuando era niño, solía ir casi todas las mañanas y tardes a visitar a mi abuelo Cesar (que vivía a dos puertas de mi casa). A pesar de que con el tiempo, empezó a caminar con dificultad debido a sufrir un atropello después de una maniobra temeraria al intentar cruzar la calle, él disfrutaba mucho las caminatas, eran como darle un respiro hondo a la vida. Los desayunos y los lonches de media tarde eran rituales imperdibles en los que disfrutábamos de largas charlas acompañados de pan con mantequilla y una taza de café con leche la cual mi abuelo gustaba de adicionar una pizca de sal al gusto. Nos sentábamos en su sala, cada uno en un sillón y delante nuestro, alguna silla o mesita alta donde permanezcan nuestro banquete. Él empezaba su día muy temprano. Salía con destino a la panadería a comprar dos soles de Pan Francés (cuándo costaban a lo mucho diez centavos cada uno) y de paso, por qué no, algún otro aperitivo que sirva de adjunto como camote frito o chicharrón. En la tarde, se repetía la proeza: regresar con los alimentos que se convertirían en nuestro humilde banquete de la tarde.
Un sábado de invierno, hacía mucho frío en la ciudad más húmeda que existe: Lima. Me encontraba en su casa haciendo tareas del colegio, era casi la hora del lonche y mi abuelo acababa de llegar de hacer la compra de materias primas. Mi tío C, que estaba en el comedor al lado de la cocina, observaba atentamente cómo mi abuelo preparaba el brebaje a base de café, leche y sal.
—Flavio, ¡hoy tomaremos café con moka! —exclamo mi tío C.
¿Le habrá colocado chocolate al café? Pensé. En esos tiempos, no es que era algo común que mi abuelo preparará chocolate con café, de hecho, esa sería la primera vez.
Procedí a sentirme en la mesa para disfrutar de la merienda de esa tarde.
La taza estaba caliente, miré de frente y me aseguré con un pan francés el cual partí por la mitad para continuar con mi ceremonia de todos los días: untarle un poquito de mantequilla. Entonces di el primer sorbo, suavemente como quien no quiere la cosa, a tal modo de protegerme de alguna quemadura de tercer grado pues mi abuelo siempre servía las cosas hirviendo.
—¿Qué te parece? —preguntó mi tío C soltando una pequeña risa como si tramara algo.
—Está rico, pero no le siento el chocolate, parece solo café con leche —contesté un poco confundido.
Mi tío C estalló en risas sutiles. Me confundió más. Mi abuelo estaba en la sala, disfrutando de su lonche mientras veía televisión. De pronto advierto que mi tío C solo estaba comiendo pan, no había dado ni un sorbo a su bebida.
—Pero, ¿por qué te ríes? —pregunté mientras inquiría con el esfuerzo de contener la risa— ¿No vas a tomar? —adicioné mientras señalaba su taza con la mirada.
—El abuelo está con un huayco nasal. Parece como cuando los emolienteros hechan el boldo al emoliente.
Entonces, un lorna yo, comprendí por qué la bebida que estaba tomando había sido bautizada como Café con Moka.